“La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella”.
Oscar Wilde
Todo lo que poseía, ropa, libros y sombrero, lo llevaba dentro de una botella, embutida en la manta que enrollaba mi cintura a modo de flotador.
Las estrellas lanzaban sus escupitajos de luz que rebotaban con fuerza en tejados y tapiales, incluso después de haber sufrido el desvarío de atravesar una asquerosa nube de plomo, CO2, azufre, refritos del restaurante chino, y otros vómitos, esputos, pedos, eructos y demás escatologías propias de los bípedos…
… Y pisamos tierra, o arena, asustados como si hubiésemos sido transportados a otro planeta; trémulos como la hierba, tras navegar durante días perdidos en la mar, subidos en la maldita barca que construyó el pirado de Kalú, una cáscara de nuez que nos llevó a la deriva tantas horas que nos vimos como Odiseo buscando Ítaca, desesperados y hundidos… moralmente, claro…
En realidad, eran las dos y media de la madrugada, y los lobos, venidos a menos y llamados perros, aullaban a coro a una luna nueva, temerosa de salir mañana, y sabedora del dicho que reza “perro que aúlla a la luna, morirá persona alguna…”.
Amín Ké, Kamu Benío, Sekhamed, Uba Passa, Mamatré, Oblongo, Julaimán… todos nos miramos por última vez, y tras una implícita despedida, corrimos cada cual en la dirección que el miedo nos permitió.
Cuando la primavera deja asomar sus hocicos floreados y bigotudos, oyéndose ya a algún mosco zumbón que te pide un cigarrillo después de haberte succionado, disimuladamente, una ridícula parte de tu sangre –seguramente a semejante tamaño de criatura no le cabrá más de un glóbulo rojo… o blanco… o verde, que ya ni se sabe-, entonces es cuando más pica el cuerpo, y te rascas como si te hubieran metido una avispa en la vacuna, y te despiertas después de setecientas vueltas de campana en el suelo –unos trescientos quilómetros-, y abres las ventanas de las narices de par en par, invitando al fresco, o a la fresca, para que alivie los primeros calores del año, porque aún huele a sur…
Y capaces de ver al fantasma de la muerte, los perros entonan su canción de aparente augurio nefasto, en escalada composición musical, como ritual de sangre y noche… y yo, ser terrícola y mamífero –a veces con gafas-, llamado humano, y acompañando a la luna en sus pensamientos, me dejo llevar por la cara B de la vida, y pienso que, en estos momentos tan delicados de la humanidad, hay que esperar lo peor: ¡ME VAN A ATRAPAR!
Pero pasa la noche, y llega el silencio. Los mosquitos en estéreo. Y cuando los párpados vuelven a fraguar con las legañas, un disparo cercano me hace retumbar hasta las alcantarillas, obligándome a saltar del suelo al árbol más cercano en un solo intento, agarrándome con fuerza a la rama más alta, como un koala huyendo, con un miedo diarreoso que me hizo gritar: ¡ya están aquíiiiiiii!
Se para el mundo, se para la noche, se para el corazón… Silencio. Amanece. Aún estoy en el árbol. Más quieto que un cuadro. Luz. Un escarabajo de la madera se me acerca tronco arriba, hacia la cabeza. Sudo. El árbol suda. Su resina escapa tronco abajo, pegajosa y roja como la sangre. Lenta. Brillante. El coleóptero inoportuno acecha mi estática, y mi estética. Miro de reojo. La resina se apodera del invasor y lo atrapa para siempre, en una burbuja ámbar que no olvidaré jamás…
París se me ha quedado pequeña. Tras quince años en esta ciudad aún soy un indocumentado, nadie ha querido contratar legalmente a un negro, tan oscuro de piel como el porvenir de todos mis compatriotas subsaharianos, por eso mi nombre es O´Pako. Sin embargo, durante este tiempo he podido sobrevivir gracias al contrabando de gepeeses traducidos al dialecto kindulu, cada día más útiles en esta Europa del mestizaje a regañadientes. Dinero negro, por supuesto, pero suficiente como para mantener a toda mi tribu, y no me refiero a mi familia africana, a la que no he vuelto a ver más, sino a los coleguillas de cuchitril, que hacen lo que pueden con la venta de pañuelos a la luz de los semáforos.
Pero he dejado de creer en el sueño europeo. Sigo siendo esclavo de la miseria y de los miserables. Todo se desvanece, y la idea de volver a buscar nuevos horizontes me roe los adentros, con la angustia de verse perdedor, siempre perdedor…
Hasta que hoy, por primera vez en mi vida, he sentido algo que me ha puesto el pelo lacio, que me ha dejado el cuerpo más raro que un pez con hombros. Una mirada, solo una mirada, fugaz pero profunda, cruzada con la mujer más bella que jamás haya visto, un ángel anunciador de pelo rojo e interminable, piel color amanecer salpicado de estrellas, y ojos verdeagua que invitan a saborearle el alma…
- Esta hembra no es para ti, hermano –me dice mi Pepito Grillo.
Una vez más he quedado paralizado por el miedo, aun sabiendo que la belleza es todo aquello que nunca lo provoca. Pero, es que su mirada iba acompañada de un mensaje en formato de sonrisa. Mensaje que invita a la proposición…
Son las seis de la tarde. El café inunda de aroma el local modernista. En una esquina, en la penumbra, estoy sentado meditando sobre mi primera gran tentación: Europa. Creyendo que sería la única, pero me equivoco, mi segunda tentación es algo aparentemente imposible para alguien como yo, la de conseguir el corazón de un hada gaélica, apostada elegantemente en la esquina de la barra, en su taburete y pedestal que me obligan a incorporarme y dirigirme, como un autómata idiota, hacia la luz, hacia su luz, como polilla en noche de verano.
- Disculpa… pero… es que…
No puedo acabar la frase, aparte de por mi actitud tan cobarde, por la mano firme que me agarra el hombro:
- Oye, negro, la chica no quiere comprarte nada. Muéstrame tu documentación.
¡La Virgen de la Parálisis Eterna! Ya me estoy viendo de nuevo disputándome la caza con los leones. Y, ahora, ¿quién va a creer a un pobre enamorado? El policía seguro que no, quien, impertérrito, me muestra la palma de su mano esperando unos papeles ficticios.
- Hola… blanquito… yo he venido andando… -le contesto.
¡Ya he metido la pata otra vez! Una última mirada a mi ángel efímero, mirada triste y llorosa como un palmero con artritis, y, sorprendentemente, unas palabras surgidas de su dulce aliento, quizá la más bella poesía por mí escuchada, me hacen alegrar el rictus:
- Pero, ¿qué hace? ¡Deje en paz a mi marido!
- ¡Eso! –replico, metiéndome en el papel-. ¿Es que no puede un negro estar casado con… una mujer perfecta?
¡Mulumgu bendito! ¡Otra vez! Soy un bocazas… pero conseguimos convencer y largar al agente inoportuno. Después, nos miramos ambos en silenciosa sonrisa y, por fin, me atrevo a decir:
- Gracias. Soy O´Pako, artista del mundo sin nombre…
- De nada. Mi nombre es Ámbar, y soy…
- ¡No me digas más! Eres… mi ángel de la guarda…
Y, en este momento, su nombre me trae el olor penetrante de aquella resina que atrapó al escarabajo de la madera, enseñándome que en la vida hay diferentes formas de quedar atrapado en ámbar, una es para morir, otra para vivir…
¿FIN?
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